
Hace unos días tuve un sueño que por lo sencillo me resultó hermoso. Consistía simplemente en que me tomaba un micro con dos flacos conocidos, con los cuales nos íbamos de viaje.
En febrero de este año viajé sola por el norte argentino, fue la primera vez que decidí no hacerlo acompañada y me subí sola al avión. La vorágine del trabajo, de la facultad y luego la imperiosa necesidad de adaptarme al nuevo estado de cosas que impuso la cuarentena hicieron que me olvidara muy rápido, al regresar, de lo experimentado allá, y como si hubiera quedado algo por metabolizar volvió en forma de sueño meses después.
Soñé que me tomaba un micro con dos hombres, como dije. Al despertar los pude ubicar: uno es un trompetista que conocí volviendo de San Isidro, en Iruya, en un camino por la montaña que hice con dos flacas francesas con las que me crucé y entablamos conversación, invitándome a volver por la altura, y en la última parte del trayecto se sumó Nahuel.
Con ellas la diferencia de idioma hizo que las conversaciones fueran breves, generalmente mediadas por nuestro escaso inglés, pero alcanzó para disfrutar el rato. Con Nahuel en cambio compartíamos idioma, era de Villa Ballester y me hizo descubrir que la acústica de las montañas es maravillosa.
Cuando llegamos a Iruya caminando, las dos francesas se dirigieron a su hostel y Nahuel y yo nos fuimos a caminar. Compramos unas tortillas y nos sentamos en un puente a mirar cómo anochecía y levantaba viento frío. Iruya es un pueblo sin tiempo, se camina a un ritmo distinto y una siente que la descripción de Kerouac es precisa y que el camino es la vida, que no hay apuro.

Recuerdo, al despertar, que la conversación giró aquella tarde en torno a la muerte y también al poder hacer lo que dicta el deseo, a dar tiempo a las cosas y espacios que nos gustan, a no resignarse a vivir para trabajar. Él, por ejemplo, había decidido no irse de Iruya. “La mayoría de la gente viene unos días y se va. Dicen que esto es hermoso, que les encanta, pero igual se van”. Yo iba a entrar perfectamente en esa descripción: iba a irme al día siguiente para Humahuaca, porque ese lugar me parecía maravilloso pero sin embargo quería continuar subiendo. Debo admitir que no vi algo más lindo que ese pueblo y él tenía razón.
El segundo hombre del sueño es Daniel. Daniel también era músico y me atrapó: compartí con él sólo un día y una noche, caminamos juntos esa madrugada por Humahuaca y en esos trayectos me hizo una o dos preguntas que calaron hondo, que me sorprendieron porque me desnudaron y no se arrepintió. Iba al hueso. Cantamos juntos esa noche en la terraza del hostel acompañados de varias guitarras. Yo nunca había cantado para nadie, tal vez no había tenido tiempo para descubrir ese rasgo mío acá y allá sobraba.
El sueño y los recuerdos que me despierta me parecen preciosos. Me hacen darme cuenta que difícilmente pueda olvidármelos, que aunque la aplanadora de la rutina parezca por momentos disolver el orden de la sensación, de la impresión que dejan las cosas vividas en el cuerpo, aunque sea por un fragmento de tiempo muy breve, tal vez algún día me olvide sus nombres pero no voy a poder olvidarme lo que ese viaje me enseñó sobre mí y sobre lo que quiero. Que en mis sueños voy a su encuentro y ahora los recuerdo con algo de nostalgia y sin poder evitar sentir que debería haberme quedado con ellos.

¿Qué hubiera sido si hubiera cambiado mis planes…? Si no hubiera vuelto, si hubiera postergado el acá para hacerme cargo del allá. Es una fantasía imposible. Si me hubiera quedado en ese puente un rato más y no me hubiera ido a armar el bolso, si lo hubiera ido a escuchar a ese bar, si me hubiera quedado para ir a las cuevas con ellos. Si esta cuarentena no me hubiera dejado encerrada con estos pensamientos.
Abril Argogliosi reside en La Plata, Buenos Aries y es estudiante de psicología, historia y física. Estuvo en Iruya poco antes de que se decretara el aislamiento preventivo obligatorio a nivel nacional.